miércoles, 21 de septiembre de 2011

Guía del soltero feliz. Regla 6: El amor no entra con la comida




Cuando uno está buscando novia, parece encontrarse el amor en cada esquina. Lo mio rayaba en lo patético. Estaba casi seguro que que las cosas avanzaban con Gaby, hasta que comenzaron los comentarios en la oficina. Las cosa se puso fea cuando subieron a Facebook las fotos del cumpleaños del jefe, y nos etiquetaron a todos. 
Gaby me mandó un mensaje de texto pidiéndome que hablaramos en el almuerzo. Como queríamos un lugar privado donde nadie pudiese escuchar nuestra conversación, nos fuimos a mi carro y allí, con las ventanas arribas, me dijo que esto no podía seguir como iba, que ella estaba quedando mal porque todo el mundo sabía que yo tenía novia, y no quería verse como una “cualquiera” (palabras textuales).
A mi no me tocó seguir fingiendo a mi novia inexistente y aguntarme la posibilidad de cualquier cosa más con Gaby. Fue una semana triste. Estaba desganado, sin apetito, sin ganas de trabajar y con un impulso tremendo de gritarle a todos que me había inventado una novia. La poca cordura que me quedaba me hizo rectificar y me quedé en silencio.
Todo cambió la semana siguiente. El lunes, un poco antes del mediodía vi llegar a la chica de mis sueños. Desde mi puesto, si me sé acomodar, se puede ver perfectamente quien llega y quien habla con la recepcionista. Allí estaba ella conversando amenamente, comencé a rezar porque fuera una nueva compañera, pero así mismo como llegó desapareció. 
El martes, doce menos cuarto, volvió a aparecer. La forma en que se acomodaba el pelo me estaba volviedo loco. Mientras hablaba siempre sonreía y en los cachetes se le hacían dos huequitos. Me le quería ir encima. Al rato se fue otra vez.
Para el miércoles, desde las once de la mañana estaba esperándola, definitivamente era un patrón, o estaba por comenzar a trabajar con nosotros o venía a visitar a alguien. Al medidodia todavía no llegaba. Comenzó a apretarme una cosa rara en el vientre, como una congoja de esas que te dan cuando niño, cuando ves que a la niña que te gusta se la queda el mamuyon bruto del salón. 
Doce y veinte…la vi otra vez. Esta vez decidí levantarme e intentar averiguar quién era, pero justo cuando me paré, ella salió por la puerta apresurada. 
El jueves esperé hasta las dos de la tarde. Nunca apareció. Fue raro. Me pasé toda la tarde pensando en ella y en la posibilidad de nunca volver a verla. Volvi a sentirme solo, como si se me escapara la última posibilidad de ser felíz en la vida. Estaba al borde del llanto. 
En mi punto de evaporización, tuve una revelación. Algo debía saber la recepcionista, si había hablado tres días seguidos con ella. La explicación resultó de dónde menos la esperaba. <Lo que pasa…es que la señora Rosa, la que nos vende el almuerzo, está enferma y hospitalizada, y ahora los hijos se están encargando de repartir la comida, pa’ no perder el negocio”.
Entonces esa mujer tan linda era hija de la señora Rosa, de la que siempre se comentaba en la oficina que no se entendía como una mujer tan poco agraciada cocinaba tan rico. 
El viernes, desde temprano, estaba esperando la llegada de la que podría ser mi futura novia y desde luego planeando mi acercamiento. “Soy Adrían y tu mamá cocina delicioso”, fue mi mejor frase. 
A las once y cincuenta comencé a rondar por la recepción. Pero en eso sale la de contabilidad y me dice: <Oye, papi, ayúdame a bajar esta caja al estacionamiento>. No pude esquivarla. Allí estaba yo y todas mis esperanzas cargando una caja con papeles bajando en el ascensor, mientras probablemente el amor de mi vida subía por otro lado.
Despaché la caja, lo más rápido que pude, y mientras caminaba sentí como Dios enviaba una ráfaga de luz sobre mí. Allí estaba, parada frente al ascensor esperando subir con un par de cartuchos con el almuerzo de toda la oficina. 
-¿Te ayudo?-Le dije. Ella sonrió mientras me extendía las bolsas sin decir nada. Para hacer el momento totalmente perfecto eramos los únicos que subíamos. Piso uno. El olor de su pelo comienza a crearme cosquillas en la planta de los pies. Piso dos. ¿Le hablo? ¿No le hablo? ¿Qué le digo? Piso tres. Faltan dos pisos, es ahora o nunca. Piso Cuatro. Me decido…
-¿Y cómo sigue tu mamá?-arrojé casi sin pensar lo que decía. Su cara de extrañeza pudo seguir por ocho pisos más. -¿Qué como sigue la señora Rosa?- insistí, esta vez gesticulando como si ella no pudiera escuchar.
Su respuesta no pudo ser peor. <Rosa no es mi mamá…>. Entonces ¿A quién le estaba hablando yo? Hubiera preguntado si no es porque termina su frase con <Ella es mi suegra>.
Otra vez yo, unas bolsas de plásticos llenas de comida y una cara de ridículo, hacían el día. 


Continuará...



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