miércoles, 7 de septiembre de 2011

Guía del soltero feliz. Regla 5: En el súper sé super




Los solteros disfrutamos mucho de algunas de las actividades que hacemos en solitario. Ir a la lavandería, hacer fila para pagar la luz o pasar dos horas en un videoclub seleccionando una sola película que nadie nos acompañará a ver, son parte de las cosas que preferimos hacer sin nadie más que nosotros mismos. Hay algo secreto en eso de “hacer mandados raros” que nos cautiva.
Yo, en lo particular, tengo una debilidad por visitar el supermercado. Tal vez por eso no lo hago dos veces al mes, como las personas normales. Lo mío es ir, religiosamente, una vez a la semana a comprar lo que me comeré en los días siguientes, aunque debo confesar que la nueva comida nunca dura más de cuarenta y ocho horas y por eso siempre salgo a comer fuera.
No sé si es la combinación hombre-carretilla, que puedo darme el placer de llenarla sólo de cerveza o que simplemente disfruto tener un cuidadoso orden al escoger lo que compro, pero semanalmente es un ritual que trato de no esquivar cada jueves.
La mejor hora para que un soltero vaya a “hacer súper” es la medianoche. A esa hora, con el local vacío, es más fácil tomarse el tiempo adecuado para escoger lo que se necesita, no hay niños empujándolo a uno con sus minicarretillas (que no debieron inventarse nunca) y es menos probable que te encuentres a gente conocida que se incomoda cuando ve que compras desodorante “roll-on”. No es que me apene la actividad, simplemente la disfruto más en la clandestinidad.
Lo que me pasó ayer es otra historia. Me dejó pensando mucho en cómo debo manejar mi comportamiento mientras hago súper y, debo mencionar que, me perturbó a tal punto que ahora estoy considerando ir los miércoles o cambiar de supermercado.
Todo comenzó en la sección de frutas. Mientras escogía unas tomates, sentí una mirada desde el área de los pepinos. Voltee la cabeza disimuladamente para descubrir la sonrisa de una mujer que tenía sus ojos puestos en mí. ¡Estoy seguro! A esa hora no había nadie en esa parte del supermercado, solo ella, yo y nuestras carretillas. Lo único que me perturbaba un poco era que tenía como quince años más que yo. No tan mayor como una madre, ni siquiera como una tía, era más como una de esas primas mayores. Aunque al parecer, en ese momento, a ninguno de los dos le importaba ese pequeño detalle.
El coqueteo siguió. Yo me moví hacia la lechuga y cuando me di cuenta la señora venía caminando hacía mi agarrando un guineo con las dos manos. Eso me asustó, así que cogí una bolsa y comencé a meter cebollas.
Con el rabito del ojo pude verla en las uvas. En cuanto podía me lanzaba una mirada, mientras agitaba su pelo con el aire que sale de las neveras de la fruta. Cuando tuvo mi atención total agarró una uva y se la metió a la boca.
-Es atrevida- pensé, y le lancé una sonrisa. Ella tomó otra uva, pero esta vez no se la metió a la boca, la hizo rodar hacia mis pies. Luego de eso se dio la vuelta y tomó su carretilla, mientras me hacía gestos con la boca para que la siguiera. El juego comenzó a gustarme.
La seguí por la sección de embutidos y giramos por los quesos, los dos lanzándonos miradas y sonrisas como unos adolescentes. Por la panadería agarró una flauta muy a su estilo y siguió contoneándose con un peculiar “camina'ito”, que a mi empezó a emocionarme.
La “dama” avanzaba, pero yo me mantenía a unos dos metros de distancia, trataba de ser discreto. Además, todo parecía indicar que eso era parte de lo que ella se proponía. Mientras la seguía me dio la impresión de que me quería dirigir a un lugar específico. Mi sorpresa fue descubrir que ese lugar era la “Farmacia”.
Según sus señas yo entendí que me pusiera en la fila. ¿Qué quería esta señora? Mi mente maquineaba a mil revoluciones por segundo. Según yo, sus ojos quería decir “Compra preservativos y vámonos de aquí, que te voy a hacer pasar la mejor noche de tu vida”.
La emoción me agarró, lo confieso, y toda la sangre de mi cuerpo comenzó a hervir. Sentía los latidos de mi corazón a mil, nunca había sido parte de una aventura como esa. Me sentía en una película.
Finalmente hice la fila, delante de mí habían dos señores: uno muy delgado que estaba comprando jarabe para niños y uno gordito y calvo que traía una larga lista de medicinas para pedir. “Apúrese, señor”, quería gritarle. La mujer me esperaba a un lado, cada vez más presumida.
Mientras tanto la chica de la farmacia jugaba a las adivinanzas con el señor de adelante. “¿Una pastilla chiquita y blanca, que sirve para la presión? Señor todas las pastillas para la presión son así.” Su lista pasaba la docena de medicamentos.
Mientras tanto, la mujer disimulaba mirando las toallitas húmedas. Estaba a punto de decir algo al sujeto que se demoraba tanto cuando de repente éste se voltea, busca en los costados y lanza la frase “Mami ¿cómo se llama tu medicina de las varices?”…cuando me volteo, resulta que su “Mami” era  la misma que según yo, me estaba esperando en la esquina para tener una noche de pasión.
Debí ponerme pálido. La mujer se acercó al tipo y le susurró algo al oído. Podía ver su cara colorada de vergüenza. Terminaron de despacharle, tomaron su carretilla y se fueron yo no me atrevía a voltear. Me hubiera quedado petrificado allí por horas si la farmacéutica no me despierta para preguntarme –Joven, a usté qué se le ofrece? -.
Mi cara de perdedor debió ser digna de foto. A media voz le dije “¿Tiene Lomotil?”. 

Continuará...

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