miércoles, 28 de septiembre de 2011

Guía del soltero feliz. Regla 7: Confía en lo que diga la cama



Los solteros somos felices, todo el mundo lo sabe. ¿Que tenemos menos relaciones sexuales que el resto? ¡Falso! Mi “amiga” para esos casos, se llama Inga, aunque a esta hora lo mejor sería decir que ella lo era.
Se trata de una extranjera, amiga de mamá, que siempre nos visitaba en días de semana desde que yo era niño. Sin hijos y con una buena vida se mantenía bastante bien conservada para su edad.
Cuando crecí, comencé a hacerle visitas a Inga a su casa (por insistencia de ella), considerando que su marido nunca estaba porque atendía el negocio hasta la noche, incluso muchos fines de semana.
La verdad siempre la pasábamos bien y a ella le gustaba enseñarme y ahora, en esta sequía en la que me encontraba, comencé a visitarla más seguido hasta que llegamos al sábado pasado. Despues de varios "rounds" amorosos, los dos nos encontrábamos sin ropa tendidos en la cama, envueltos en esa rara felicidad de la que no era partícipe el resto del mundo.
El cuarto que usábamos, era como una especie de habitación de huéspedes que nunca se ocupaba, así que permanecía intacto para nosotros y el tiempo. Nos gustaba estar así, callados, largo rato, para retomar fuerzas y volver a empezar.
Inga, que ese día tenía una candidez especial, se había quedado dormida, con su cuerpo abudante expuesto, provocándome comenzar una vez más. Era como una película en sepia, que transcurría lentamente. Eso hasta que un juego de llaves en movimiento comenzó a escucharse fuera del apartamento.
Inmediatamente el sonido de las llaves introduciéndose en la cerradura de la puerta principal me puso en alerta. De un empujón y sin decir nada intenté despertarla, pero ella ni se inmutó. Comencé a sentir que el aire se me iba cuando ella abrió los ojos y me susurró: -Es mi marido- pelando los ojos como nunca.
Ambos saltamos de la cama desesperados. Apenas pude recoger mi ropa interior y mi pantalón, y ni siquiera puedo recordar cómo me los puse. Frente a mí, ella más serena se colocaba una bata rosada que encontró entre los montones de ropa que estaban tirados en el piso de la habitación. -Ahora sí me mataron.-Era lo único que pasaba por mi cabeza. Tenía unas ganas intensas de llorar.
Sentía cómo unos pasos lentos y algo arrastrados, comenzaban a acercarse. Ahora sí vi como Inga se desencajaba. La segunda puerta que intentó abrir fue la de la recamara donde estábamos. Aquel hombre comenzó, primero con suavidad y luego más bruscamente, a forzar la cerradura. -Métete debajo de la cama- me susurraba ella una y otra vez, suplicándome con ambas manos unidas.
Tratando de buscarle una salida a lo que estaba ocurriéndole, inmediatamente me incliné para hacerlo, pero ¡Sorpresa! El espacio entre la cama y el piso era tan estrecho que era inútil que intentara introducirme allí. No había forma de entrar. A pesar de todo, intenté meterme una vez más, pero fue en vano, ni la cabeza ni la cama cedían.
Afuera, los golpes a la puerta comenzaron a ser más violentos. El miedo se respiraba por toda la habitación. Los ojos de ambos, llenos de lágrimas, estaban a punto de estallar cuando de pronto el señor pareció marcharse. La calma aparente permitió que pudiésemos respirar otra vez.
Para nuestra desgracia la tregua no duró ni un minuto. Los pasos se acercaron nuevamente y al torturante golpe se sumó un destornillador que el individuo introducía por las ranuras de la puerta, tratando de abrirla.
En mi cabeza comenzaba a reproducirse una misma imagen. El hombre grande y viejo entrando y matándome a tiros. Inga seguía insisitiendo en que me metiera debajo de la cama.
Detrás de mí había un clóset, pero eso nunca fue una opción. Estaba seguro que ese sería el primer lugar donde el marido buscaría. Un clóset, una cama, una mesita de noche, una cómoda y varias sábanas tiradas en el piso, formaban la composición del dormitorio. No sé cómo pasó, pero por instinto agarré algunas de esas sábanas, me las tiré encima y me acosté en posición fetal en una esquina del cuarto, simulando ser un motón de ropa sucia. Ella, para ayudar comenzó a tirarme encima toda la ropa que encontró, haciendo un bulto, relativamente creible. Justo cuando terminó de echarme encima esos trapos y abrió la puerta. Debajo de las sábanas escuché su conversación.
-¿Estabas aquí, amor?-escuché decir a una voz ronca, dulce y cansada.
-Sí, estaba dormida. No te escuchaba. Tú sabes que duermo como una piedra.
-Lo sé, cariño. Pensé que no estabas. Vengo por la cama ¿Te acordabas?-dijo una vez más aquella voz de hombre, que ahora se hacía evidentemente viejo.
La cama. Cuando escuché “la cama”, me recorrió un escalofrió descomunal por todo el espinazo. ¿Qué habría pasado si en lugar de esconderme donde estaba, me hubiera metido bajo la cama? Milagrosamente la cama que no había querido colaborar con ese día, se convirtió en mi cómplice y eso me había salvado la vida.
Pasaron casi dos horas, antes de poder salir de ese escondite. Mi despedida de Inga fue un “adiós”, y por la vida que conservo me persigné, pensando en que la sequía de mi vida se extendería por más tiempo del que me gustaría.


Continuará...



Antes en la Guía del soltero feliz
Regla 5: En el súper se super.
Regla 6: El amor no entra con la comida

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Guía del soltero feliz. Regla 6: El amor no entra con la comida




Cuando uno está buscando novia, parece encontrarse el amor en cada esquina. Lo mio rayaba en lo patético. Estaba casi seguro que que las cosas avanzaban con Gaby, hasta que comenzaron los comentarios en la oficina. Las cosa se puso fea cuando subieron a Facebook las fotos del cumpleaños del jefe, y nos etiquetaron a todos. 
Gaby me mandó un mensaje de texto pidiéndome que hablaramos en el almuerzo. Como queríamos un lugar privado donde nadie pudiese escuchar nuestra conversación, nos fuimos a mi carro y allí, con las ventanas arribas, me dijo que esto no podía seguir como iba, que ella estaba quedando mal porque todo el mundo sabía que yo tenía novia, y no quería verse como una “cualquiera” (palabras textuales).
A mi no me tocó seguir fingiendo a mi novia inexistente y aguntarme la posibilidad de cualquier cosa más con Gaby. Fue una semana triste. Estaba desganado, sin apetito, sin ganas de trabajar y con un impulso tremendo de gritarle a todos que me había inventado una novia. La poca cordura que me quedaba me hizo rectificar y me quedé en silencio.
Todo cambió la semana siguiente. El lunes, un poco antes del mediodía vi llegar a la chica de mis sueños. Desde mi puesto, si me sé acomodar, se puede ver perfectamente quien llega y quien habla con la recepcionista. Allí estaba ella conversando amenamente, comencé a rezar porque fuera una nueva compañera, pero así mismo como llegó desapareció. 
El martes, doce menos cuarto, volvió a aparecer. La forma en que se acomodaba el pelo me estaba volviedo loco. Mientras hablaba siempre sonreía y en los cachetes se le hacían dos huequitos. Me le quería ir encima. Al rato se fue otra vez.
Para el miércoles, desde las once de la mañana estaba esperándola, definitivamente era un patrón, o estaba por comenzar a trabajar con nosotros o venía a visitar a alguien. Al medidodia todavía no llegaba. Comenzó a apretarme una cosa rara en el vientre, como una congoja de esas que te dan cuando niño, cuando ves que a la niña que te gusta se la queda el mamuyon bruto del salón. 
Doce y veinte…la vi otra vez. Esta vez decidí levantarme e intentar averiguar quién era, pero justo cuando me paré, ella salió por la puerta apresurada. 
El jueves esperé hasta las dos de la tarde. Nunca apareció. Fue raro. Me pasé toda la tarde pensando en ella y en la posibilidad de nunca volver a verla. Volvi a sentirme solo, como si se me escapara la última posibilidad de ser felíz en la vida. Estaba al borde del llanto. 
En mi punto de evaporización, tuve una revelación. Algo debía saber la recepcionista, si había hablado tres días seguidos con ella. La explicación resultó de dónde menos la esperaba. <Lo que pasa…es que la señora Rosa, la que nos vende el almuerzo, está enferma y hospitalizada, y ahora los hijos se están encargando de repartir la comida, pa’ no perder el negocio”.
Entonces esa mujer tan linda era hija de la señora Rosa, de la que siempre se comentaba en la oficina que no se entendía como una mujer tan poco agraciada cocinaba tan rico. 
El viernes, desde temprano, estaba esperando la llegada de la que podría ser mi futura novia y desde luego planeando mi acercamiento. “Soy Adrían y tu mamá cocina delicioso”, fue mi mejor frase. 
A las once y cincuenta comencé a rondar por la recepción. Pero en eso sale la de contabilidad y me dice: <Oye, papi, ayúdame a bajar esta caja al estacionamiento>. No pude esquivarla. Allí estaba yo y todas mis esperanzas cargando una caja con papeles bajando en el ascensor, mientras probablemente el amor de mi vida subía por otro lado.
Despaché la caja, lo más rápido que pude, y mientras caminaba sentí como Dios enviaba una ráfaga de luz sobre mí. Allí estaba, parada frente al ascensor esperando subir con un par de cartuchos con el almuerzo de toda la oficina. 
-¿Te ayudo?-Le dije. Ella sonrió mientras me extendía las bolsas sin decir nada. Para hacer el momento totalmente perfecto eramos los únicos que subíamos. Piso uno. El olor de su pelo comienza a crearme cosquillas en la planta de los pies. Piso dos. ¿Le hablo? ¿No le hablo? ¿Qué le digo? Piso tres. Faltan dos pisos, es ahora o nunca. Piso Cuatro. Me decido…
-¿Y cómo sigue tu mamá?-arrojé casi sin pensar lo que decía. Su cara de extrañeza pudo seguir por ocho pisos más. -¿Qué como sigue la señora Rosa?- insistí, esta vez gesticulando como si ella no pudiera escuchar.
Su respuesta no pudo ser peor. <Rosa no es mi mamá…>. Entonces ¿A quién le estaba hablando yo? Hubiera preguntado si no es porque termina su frase con <Ella es mi suegra>.
Otra vez yo, unas bolsas de plásticos llenas de comida y una cara de ridículo, hacían el día. 


Continuará...



Antes en la Guía del soltero feliz
Regla 5: En el súper se super.


miércoles, 7 de septiembre de 2011

Guía del soltero feliz. Regla 5: En el súper sé super




Los solteros disfrutamos mucho de algunas de las actividades que hacemos en solitario. Ir a la lavandería, hacer fila para pagar la luz o pasar dos horas en un videoclub seleccionando una sola película que nadie nos acompañará a ver, son parte de las cosas que preferimos hacer sin nadie más que nosotros mismos. Hay algo secreto en eso de “hacer mandados raros” que nos cautiva.
Yo, en lo particular, tengo una debilidad por visitar el supermercado. Tal vez por eso no lo hago dos veces al mes, como las personas normales. Lo mío es ir, religiosamente, una vez a la semana a comprar lo que me comeré en los días siguientes, aunque debo confesar que la nueva comida nunca dura más de cuarenta y ocho horas y por eso siempre salgo a comer fuera.
No sé si es la combinación hombre-carretilla, que puedo darme el placer de llenarla sólo de cerveza o que simplemente disfruto tener un cuidadoso orden al escoger lo que compro, pero semanalmente es un ritual que trato de no esquivar cada jueves.
La mejor hora para que un soltero vaya a “hacer súper” es la medianoche. A esa hora, con el local vacío, es más fácil tomarse el tiempo adecuado para escoger lo que se necesita, no hay niños empujándolo a uno con sus minicarretillas (que no debieron inventarse nunca) y es menos probable que te encuentres a gente conocida que se incomoda cuando ve que compras desodorante “roll-on”. No es que me apene la actividad, simplemente la disfruto más en la clandestinidad.
Lo que me pasó ayer es otra historia. Me dejó pensando mucho en cómo debo manejar mi comportamiento mientras hago súper y, debo mencionar que, me perturbó a tal punto que ahora estoy considerando ir los miércoles o cambiar de supermercado.
Todo comenzó en la sección de frutas. Mientras escogía unas tomates, sentí una mirada desde el área de los pepinos. Voltee la cabeza disimuladamente para descubrir la sonrisa de una mujer que tenía sus ojos puestos en mí. ¡Estoy seguro! A esa hora no había nadie en esa parte del supermercado, solo ella, yo y nuestras carretillas. Lo único que me perturbaba un poco era que tenía como quince años más que yo. No tan mayor como una madre, ni siquiera como una tía, era más como una de esas primas mayores. Aunque al parecer, en ese momento, a ninguno de los dos le importaba ese pequeño detalle.
El coqueteo siguió. Yo me moví hacia la lechuga y cuando me di cuenta la señora venía caminando hacía mi agarrando un guineo con las dos manos. Eso me asustó, así que cogí una bolsa y comencé a meter cebollas.
Con el rabito del ojo pude verla en las uvas. En cuanto podía me lanzaba una mirada, mientras agitaba su pelo con el aire que sale de las neveras de la fruta. Cuando tuvo mi atención total agarró una uva y se la metió a la boca.
-Es atrevida- pensé, y le lancé una sonrisa. Ella tomó otra uva, pero esta vez no se la metió a la boca, la hizo rodar hacia mis pies. Luego de eso se dio la vuelta y tomó su carretilla, mientras me hacía gestos con la boca para que la siguiera. El juego comenzó a gustarme.
La seguí por la sección de embutidos y giramos por los quesos, los dos lanzándonos miradas y sonrisas como unos adolescentes. Por la panadería agarró una flauta muy a su estilo y siguió contoneándose con un peculiar “camina'ito”, que a mi empezó a emocionarme.
La “dama” avanzaba, pero yo me mantenía a unos dos metros de distancia, trataba de ser discreto. Además, todo parecía indicar que eso era parte de lo que ella se proponía. Mientras la seguía me dio la impresión de que me quería dirigir a un lugar específico. Mi sorpresa fue descubrir que ese lugar era la “Farmacia”.
Según sus señas yo entendí que me pusiera en la fila. ¿Qué quería esta señora? Mi mente maquineaba a mil revoluciones por segundo. Según yo, sus ojos quería decir “Compra preservativos y vámonos de aquí, que te voy a hacer pasar la mejor noche de tu vida”.
La emoción me agarró, lo confieso, y toda la sangre de mi cuerpo comenzó a hervir. Sentía los latidos de mi corazón a mil, nunca había sido parte de una aventura como esa. Me sentía en una película.
Finalmente hice la fila, delante de mí habían dos señores: uno muy delgado que estaba comprando jarabe para niños y uno gordito y calvo que traía una larga lista de medicinas para pedir. “Apúrese, señor”, quería gritarle. La mujer me esperaba a un lado, cada vez más presumida.
Mientras tanto la chica de la farmacia jugaba a las adivinanzas con el señor de adelante. “¿Una pastilla chiquita y blanca, que sirve para la presión? Señor todas las pastillas para la presión son así.” Su lista pasaba la docena de medicamentos.
Mientras tanto, la mujer disimulaba mirando las toallitas húmedas. Estaba a punto de decir algo al sujeto que se demoraba tanto cuando de repente éste se voltea, busca en los costados y lanza la frase “Mami ¿cómo se llama tu medicina de las varices?”…cuando me volteo, resulta que su “Mami” era  la misma que según yo, me estaba esperando en la esquina para tener una noche de pasión.
Debí ponerme pálido. La mujer se acercó al tipo y le susurró algo al oído. Podía ver su cara colorada de vergüenza. Terminaron de despacharle, tomaron su carretilla y se fueron yo no me atrevía a voltear. Me hubiera quedado petrificado allí por horas si la farmacéutica no me despierta para preguntarme –Joven, a usté qué se le ofrece? -.
Mi cara de perdedor debió ser digna de foto. A media voz le dije “¿Tiene Lomotil?”. 

Continuará...

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