jueves, 23 de julio de 2009

Diario de una cebollita: Día 16


Diario de una cebollita

Día 16

Ladrona

por Dionisio Guerra


Aunque tengo una increíble mala suerte creo que debo empezar a ver las cosas buenas dentro de todo esto. Hoy fue uno de los peores días de mi vida, aunque si tengo que calificarlo por cómo terminó tendría que decir que fue de los mejores.
Esta mañana mi papá me dijo que se quedaría en casa, que no iría a trabajar, y que si quería me podía llevar el carro. Yo lo tomé como una señal del destino, de que las cosas podían comenzar a cambiar, porque mi papá nunca me presta su carro.
Antes de irme al trabajo decidí pasar donde Andrés. Necesitaba algunas explicaciones. El tonto me miraba como si nada desde afuera. Le dije si podíamos salir a hablar un rato y me siguió. Estaba tan meloso como siempre, pero esta vez yo, no tenía ni el mínimo detalle con él.
Cuando lo estuve al frente me sonrió. Pero ya no vi lo que vi antes, ya no encontré la sonrisa perfecta de ángel, incluso vi por primera vez que tenía un diente quebrado. Lo miré fijamente tratando de encontrar la mentira en su cara, pero él no paraba de pestañear.
Sentí también un repugnante perfume encendido en toda su camisa. ¿Cuándo pude fijarme en él? Me pregunté todo ese tiempo. Pero ahora era el momento de aclarar las cosas.
-¿Qué la trae por acá, preciosa?
-Buscando las respuestas de mi vida
-Quiero ser parte de su vida, déjeme
-¿Dónde está la pulsera que te regalé?
-La pulsera…ah, la perdí. Perdona, creo que alguien la tomó aquí en el trabajo, no la vi más.
En ese momento supe que no podía seguir perdiendo mi tiempo con un hombre que no era capaz de decirme la verdad. Me fui. Lo dejé allí parado, sonriendo. Pensando tal vez que seguía interesado en él, que volvería. Pero allí había muerto mi interés. No digo que no quiero verlo más, porque este país es tan chiquito que uno se reencuentra todos los días con la gente que menos quiere.
Me fui a la oficina un poco satisfecha de haberme quitado un peso de encima. Ya no me importó lo que él hubiera hecho, sabía que de todas formas ya no valía la pena.
Tan pronto llegué me fui a buscar a Fabián. Cuando le pregunté si tenía tiempo libre para hablar me dijo parcamente que almorzarnos. Yo me conformé. Algo me decía que dentro de toda esa indiferencia estaba todavía el hombre tierno que dejó todo para estar conmigo en Taboga.
-A las doce en el sushi, si puedes. Tengo una reunión, así que te veo allá.
Esperé impaciente cada minuto hasta el mediodía. No hablé con nadie. Cuando llegué al restaurante no había ningún estacionamiento libre. Esperé un rato a ver si quedaba uno libre. Igual él no había llegado.
Vi dos mujeres paradas frente al local. Pensé que seguro son de esas que cuando uno baja del carro quieren vender desodorante para el carro, y me dije q mi misma que las esquivaría cuando vinieran a hablarme.
Esperé unos diez minutos hasta que un cliente saliera. Tomé mi celular y salí del carro. Las mujeres intentaron acercarse, pero doble antes de que pudieran hablarme. No había ni dado diez pasos cuando recordé que había dejado la cartera en el asiento del pasajero. Me volteé para descubrir la puerta de mi carro abierta, sin la cartera.
“Las mujeres esas”, pensé. Pero ni rastro de ellas. Entré en pánico. No podía creerlo. Casi todos los que estaban en comiendo en el restaurante salieron a ver mi desgracia. Yo lloraba como una manguera, y gritaba “como una loca”, según comentó después el chef.
Al rato uno de los meseros regresó con la cédula y la licencia, las habían tirado en la calle, seguro porque no le servían de nada. Pero mis tarjetas, de crédito y de debito, mis anillos y mi maquillaje, se habían esfumado para siempre. Sobre todo mi maquillaje. Me tomó años reunir todo lo que llevada en ese bolso.
Estaba yo todavía llorando en el hombro de la japonesita dueña del restaurante cuando llegó Fabián y asustado se incorporó a la escena. Cada uno de los que estaba fue contándole un pedazo de la historia. Yo no podía hablar, porque el llanto se me atoraba en la garganta.
Me consoló. Me abrazó fuerte y me agarró la cabeza mientras me decía cosas bonitas. Contra su pecho pude sumergirme en el enloquecedor aroma de su perfume y mi cabeza comenzó a pensar locuras como “qué bueno que sucedió esto”.
Fabián me llevó a la policía. Denunciamos a las tipas y llamamos al banco para reportar las tarjetas. Llamé a mi papá para que viniera a buscar el carro porque del susto yo no podía ni manejar. Avisamos a la oficina, que no estaríamos en la tarde.
Saliendo de hacer la acusación formal, Fabián me llevó a comer. No tenía hambre, pero necesitaba una excusa para estar tranquilos y conversar.
-Supe que te opusiste a que despidieran a Rebeca.
-Fue difícil, pero…
-Pero eso habla bien de ti. A veces las personas necesitan segundas oportunidades.Después de decir eso me abrazó y me dio un beso en la frente. Luego me llevó a la casa. Cuando se iba me dio la mano. Creo que finalmente eso es una buena, señal.