lunes, 29 de junio de 2009

Diario de una Cebollita: Día 9


Diario de una cebollita

Día 9

Celular

Por Dionisio Guerra


Otro día extraño. No sabía de qué forma iba a llegar al trabajo. Sentía que todos se habían enterado que anduve con mis atributos al aire el día anterior. Fabián me mandó un correo electrónico diciendo que estaría por unos días más en Chiriquí. Creo que fue lo mejor que pudo pasar. No estoy preparada para enfrentarlo, para verlo a la cara. Debe estar burlándose de mí cada vez que se acuerda.

Pasé toda la mañana pensando en mi actitud barata del día anterior. Ahora con ropa interior eso era relevante. En realidad creo que tenía esperanzas de encontrar al fin un buen partido, pero veo que esa ilusión se aleja cada vez más de mi vida.

Esas reflexiones matutinas me dejaron down el resto del día. Me puse a pensar todo tipo de cosas. En realidad a esta altura de mi vida creo que no he logrado muchas cosas. Soy una mujer joven con un título universitario, con grandes capacidades, pero subvalorada. Fabián tenía razón cuando dijo que hago todo el trabajo.

Al parecer este día no podía pasar con cero desdichas. Después de una reunión se me olvidó quitarle el estado de vibración al teléfono y poco después del almuerzo, con una probabilidad que calculo en una en tres millones y medio, en una llamada de la cual nunca me enteraré, el celular vibró y vibró hasta deslizase entre unas carpetas y zurrarse hasta mi taza hirviente de café.No sé cuánto tiempo pasó, pero a mí me avisó del evento el burbujeo dentro de la taza. Me estresé. Saqué como pude el teléfono chorreando en café y lo llevé al baño. Allí lo envolví todo lo que pude en papel higiénico. Le quité la batería y el chip, y traté de secarlo lo más que pude.Contemplar mi teléfono en plena agonía me puso muy triste. Poco me faltó para hacerle RCP.

Al ver mi celular allí, desarmado, indefenso y sin vida me eché a llorar por mi desgracia. En el fondo sabía que no lloraba por el teléfono. Era como el conjunto de todo lo que se me acumuló en estos días. Subidas y bajadas. Ilusiones y desaires. Todo tan seguido.

Mientras me deshacía en lágrimas entró Rebeca y al verme en ese estado se alarmó. Después ella me confesó que pensó que se había muerto un familiar muy cercano para mí. Me abrazó y lloré en su hombro. Eso me dio fuerzas y descargué unos cinco minutos más de llanto sobre su consuelo.

Cuando vio sobre el lavamanos mi celular en pedazos cayó en cuenta. Después de separarme de sí, me agarró por los hombros, me miró a la cara y me dijo: “espero que no sea eso por lo que estés llorando”.

Obviamente le dije que no. La realidad era esa. Y como si lo necesitara comencé a contarle todo lo que me había pasado en los últimos días, desde el bus hasta el panty. No sé cómo pude sobrevivir a esto sin una amiga que escuchara mis penurias.

Recibí de ella varios consejos. El principal fue que tomara las cosas con calma y que le diera tiempo al tiempo. Pero sobre Fabián me dijo: “dice la recepcionista que es gay”. Estoy segura que la estúpida esa se le debe haber insinuado y como él no le hizo caso, ahora quiere dañar su reputación.

Rebeca me acompañó toda la tarde, asegurándose que estuviera bien. Incluso me dijo que me daría el “bote”, más cerca de mi casa. Me sentía motivada por las palabras de aquella compañera que ahora se estaba convirtiendo en mi amiga.

Decidí tomar las cosas con calma. Le agradecí a Rebeca darme su apoyo y bajé de su auto. Estaba a una media hora de casa, así que me tocaba esperar un taxi. Paré dos y ninguno quiso llevarme, aun así yo me sentía positiva.

El sonido de una campanilla aumento mi entusiasmo. El señor de las paletas se acercaba, así que decidí relajarme más con una deliciosa paleta de guineo, de las que eran mi obsesión de niña.

Saludé al señor. Me dio la paleta. La abrí. Disfruté cada rincón de su refrescante estructura e incluso me atreví a pedirle una segunda de coco. El señor me dijo: “Reina, son ochenta centavos por las dos”.
Yo, todavía con el entusiasmo alto, abrí la cartera en busca de mi wallet, pero no la encontré. Ya había devorado media paleta, así que procedí a realizar una segunda búsqueda. Nada. Al parecer con el enredo de mi teléfono la debí haber sacado y dejado sobre mi escritorio.

Sin remedio, el señor me regaló la de guineo. La de coco la tuve que devolver. Sin dinero, sin teléfono y con vergüenza, casi me echo al suelo en un berrinche. No tenía otra opción tuve que empezar a caminar hacia la casa.

En tacones y con un bolso pesado, pero sin un centavo, lo único que agradecí fue llevar ropa interior ese día.

Pude caminar por hora y media. Estaba exhausta y hambrienta. Fue entonces que, como a tres calles de mi casa hice el descubrimiento. Una tienda de celulares que acaba de inaugurar. Entré para mentalizarme sobre mi nueva inversión. Por un momento me sentí como una extraterrestre. Todos los modelos llevaban como veinte años de ventaja sobre el mío.

Me cautivaron varios modelos. Intenté preguntarle a una de las muchachas que atendía, que por su acento pude adivinar que era colombiana, pero fui ignorada al menos en cinco ocasiones. Estaba yo todavía tratando de llamar su atención cuando, no supe cómo ni en qué momento, a mi lado se paró un ángel. Era un muchacho de unos treinta años con los ojos miel, sin imperfecciones y bien arreglado, que me miraba fijamente. Yo con el aspecto de un orate, sudada, despeinada y con el maquillaje corrido, solo alcancé a sonreírle. El devolvió el gesto con una sonrisa que terminó de enamorarme.

Fuera de órbita, pareciendo una tonta, solo me atreví a comentarle: “estos colombianos”. Casi me muero de la vergüenza cuando con un marcado acento paisa me dice: “Te puedo ayudar en algo”.

La cara de vergüenza se me debió notar a kilómetros de allí. Por poco y salí corriendo del lugar inmediatamente, pero esa sonrisa tenía mis pies pegados al suelo.

Él sin duda, se percató de todo lo que hice. Yo solo me atreví a decirle: “necesito algo bonito y barato”. Después de comentar que esa era su especialidad, me presentó un equipo de $9.99. Le dije que regresaría y me dio su tarjeta por si me decidía (como si no estuviera decidida).

Se llama Andrés.

Me fui ilusionada de allí. Creo que mañana volveré.