Esa mañana, cuando me desperté en mi casa en San Miguelito, recuerdo haberme extrañado porque a mi lado estaba durmiendo mi prima Aracelys, hoy mi comadre. Ella, mis tíos, y el resto de mis primos, había llegado a refugiarse en la casa. Como muchos de sus vecinos, ellos fueron desalojados de donde vivían, en las cercanías a un cuartel que hoy es el edificio de la Alcaldía de San Miguelito, por los bombardeos. En mi casa pasamos de ser cuatro a casi quince personas.
Se hablaba mucho de todo. Recuerdo estar preocupado por no poder ir a la escuela y que en la radio me asustaba mucho un hombre que pregonaba “los niños ahora pueden estar felices porque sus padres saldrán de la cárcel”. En nuestra televisión de blanco y negro no se podía ver “la pequeña Lulú” y solo se sintonizaba Canal 8 con mensajes en inglés que nadie entendía.
Desde mi casa se veía pasar helicópteros, aviones y por la vereda a los batalloneros corriendo. Uno de ellos, años después, se convirtió en Representante de nuestro corregimiento. Algunas noches fuimos a dormir varios de los vecinos en una sola casa, pues se decía que iban a venir a matar a los hombres y a violar a las mujeres, por lo que los hombres hicieron una barricada con hojas de zinc y estuvieron alerta con machetes y otros objetos contundentes con el fin de evitar cualquier intento de tal amenaza. Aún tengo la imagen de mi papá con un bate de madera en las manos, por si las moscas. Afortunadamente nada de eso pasó.
De día nos mandaban a los niños a refugiarnos bajo la cama, pero yo nunca quise, quería ver todo lo que pasaba y escuchar cuando sonaban las “bombas de gas”. Poco a poco el miedo pasó. A mi casa llegó del saqueo, cajas de Jamonilla y Pork and beans. Eso comíamos todos los días. Mi regalo de navidad ese año fue un robot que disparaba unas monedas, creo que también llegó del saqueo. Mis tíos relataban como en el almacén Fuerte habían matado a varios, y como los gringos decomisaban mercancía.
Como niño, lo mejor que pasó en ese tiempo eran las bolsas alimenticias de los gringos. Traían galleta, chocolate, queso y culei.
Mientras crecí fui atando cabos. Recuerdo que la invasión fue un tema obligado en la escuela. Siempre escuchaba los mismos cuentos todos los años con detalles diferentes. Ahora entiendo mejor, pero aun siguen muchas cosas confusas para mí. Duele saber que murió mucha gente inocente, pero por otra parte me alegra haber crecido en un país libre y donde mi profesión no es un factor de amenaza para mi vida. Al menos hasta ahora.
La invasión dejó huellas imborrables en los que la vivimos. Ojalá hubiese existido otra forma de lograr lo que la motivó. Ojalá hubiésemos tenido gobernantes honrados que nos evitaran ese trago amargo. Ojalá no quedaran secuelas hoy. Pero afortunadamente hoy podemos decir que superamos esas heridas y salimos adelante, con mucho trabajo y lagrimas, pero lo hicimos. Cuando miramos las heridas es imposible evitar el llanto, pero que eso no nos deje caer.
Ayer, cuando regresaba del Causeway de celebrar el cumpleaños de mi amiga Denise, pasamos por El Chorrillo, a la hora que justo dicen todos comenzaron los ataques: 11:50pm. Bajé el volumen de mi radio, y le dije a mis amigas que guardáramos un minuto de silencio por las víctimas inocentes de ese día. Estaba todo callado, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, pero casi finalizando el minuto se escuchó un “plo”. -¿Será una bombita?- dije en alto. No tuvimos respuesta. Esas son las heridas que no dejamos sanar, y en las que debemos empeñarnos en curar.